En esta cápsula, entrevistamos a Bruno Baronnet sobre la situación de la educación en esta época de pandemia. Bruno es un investigador y profesor universitario que desde la socio-antropología de la educación observa y reflexiona sobre las tensiones étnicas y de clase que la institución escolar impone a los estudiantes, sus familias y las comunidades. Aquí, el investigador analiza el papel de las calificaciones en el ámbito escolar, y expone una crítica a las condiciones de desigualdad que revelan y la tiranía que justifica la aplicación de un sistema de evaluación que promueve la competencia meritocrática y la injusticia social.
Esta emisión sonora es producto de la Colectividad Nuestra Alegre Rebeldía en pleno ejercicio de las singularidades que lo conformamos, es decir, mujeres, hombres, niñxs, marsupiales…
en lucha por la construcción de un mundo donde quepan muchos mundos.
Liga para escuchar y descargar la cápsula Rapsodia en pandemia #1
Colectividad Nuestra Alegre Rebeldía / Red Morelos de Apoyo al CIG-CNI
Cátedra Intercultural Carlos Montemayor







La meritocracia de la descalificación
Bruno Baronnet, sociólogo y formador
En tiempo de una guerra sanitaria, las víctimas tienden a ser personas civiles de clases populares. Son cuerpos racializados y generizados quienes están asumiendo el costo humano. Quienes están en desventaja no disponen de medios de producción económica bajo su control; pero tampoco sistemas de salud, de comunicación y de educación propia. Vivimos una época tristemente memorable fuera del aula, del pasillo y del patio de la escuela. Quienes formamos parte de los magisterios no ignoramos que el alumnado recordará toda su vida las calificaciones recibidas en un semestre que entró en la historia cuando el sistema educativo público y privado a nivel mundial encendió el semáforo rojo y colapsó casi a la par del sistema de salud. Las infancias y juventudes del 2020 recordarán, sin duda, que un maldito virus puso en confinamiento a casi todo el planeta, mientras los Estados y sus funcionarios incrédulos trataron de “salvar la normalidad escolar” con la imposición, al profesorado y las familias, de clases virtuales a distancia, gracias a redes informáticas, sus aplicaciones audiovisuales y una impresora. Nadie olvidará tampoco el hartazgo y las situaciones conflictivas del estudio en casa, con una lógica de recalendarización más favorable para las clases privilegiadas.
La puesta en escena del trabajo pedagógico ocurrió también en los canales de las redes sociales, acelerando la youtuberización y zoomización de profesores intrépidos y la grabación de podcasts estupendos. Quién sabe si algún día conoceremos cuántos beneficios obtuvieron las empresas transnacionales de telecomunicaciones, a expensas de sacrificios económicos de miles de millones de hogares humildes. Hay docentes que presumen su bagaje formativo y su equipo tecnológico de alta velocidad, mientras dan lecciones y se contentan de impartir cátedras magistrales por videoconferencia como si fueran clases presenciales monótonas. Parecen formar parte del gremio de la orquesta majestuosa del Titanic hundiéndose con un allegro moderato mientras el pánico acelera a masas perdidas a su mala suerte. No tardaron en salir los memes burlones pero hilarantes: “Foucault viendo como te dejas vigilar y castigar” o “Iván Illich mirando como el Coronavirus nos obliga a improvisar la Sociedad Desescolarizada”, lejos de las virtudes utópicas del home schooling en boga en las clases burguesas. En videoclips virales de la primavera 2020, el profesor ríe de su caricatura humorística porque se siente identificado: “chicos, no estén muteados todo el tiempo porque me siento que estoy hablando solo”.
No perder el ciclo escolar sin que el sistema sea más injusto; es el dilema serio que un planeta agobiado se está planteando. Por cierto, cuántos símbolos crueles y estatuas infames que derribar en colectivo son más apremiantes que las notas escolares del año 2020. Sin embargo, muchos colectivos docentes del mundo han decidido poner la misma calificación a todos, de preferencia la más alta, sin hacer diferencias. Importaría pues preparar bien el próximo ciclo para “recuperar” supuestos retrasos. No faltarían colegas que se quejaran de los ausentistas que no participaran (o muy poco) en la virtualidad. Se dice que ellas y ellos simulan o disimulan algún proceso de aprendizaje, mientras se emulan al afirmar su origen de clase popular, obrera, empleada y campesina que trabajan para estudiar en condiciones precarias e inapropiadas. Brota mayor opresión al calificar con notas desiguales cuando los criterios de las reglas del juego son reinventados en la marcha. ¿Sería justo (des)calificar un curso virtual planeado como si fuera presencial?
La acentuación de la meritocracia de la (des)calificación representa un tema ardiente en nuestro mundo de vida profesoral, desde los compromisos de la sociología de la educación y las ciencias y las artes, y de quienes hablan desde la razón y del corazón quizá. La escuela en tiempos de pandemia amerita recalificar su afán meritocrático para no descalificarse aún más ante los ojos de millones de personas que aspiran a ser educandos. No parece nada del otro mundo cuestionar las cifras y el promedio de la boleta oficial, pero entiendo que “poner 10 a todes” puede sorprender a quienes compiten en buenas condiciones para alcanzar la máxima recompensa numérica. ¿Qué clase de lección sobre las clases sociales damos con buenas intenciones? ¿Dónde se oculta el racismo de clase? ¿Qué irresponsabilidad social omite y refuerza la reproducción de desigualdades sociales y luchas de clase que atraviesan las pantallas de las aulas virtuales en los hogares?
El confinamiento está exacerbando no sólo las desigualdades de clases, sino también las de género y la dominación cultural. ¿Sobre quiénes ha recaido el exceso e trabajo de cuidados y doméstico que implica reproducir la vida de la familia confinada en condiciones de precariedad? Cuando estudiantes “sacrifican” la atención a su familia para poder cumplir con las tareas acumuladas, estresándose por el riesgo de la (des)calificación meritocrática, muestran problemas graves ligados a la pandemia en su cercanía; considerando el acceso al agua, la alimentación sana y la cobertura médica, antes de la computación y la conexión Internet; ni hablar del acceso a artículos y libros que no son electrónicos ni libres en redes. ¿Acaso es legítimo y justo (des)calificar a estudiantes (niños, jóvenes y adultos) en tiempos del covid que no son evaluables? ¿Sus “esfuerzos” son meramente medibles?
En países del Norte, el sindicalismo de combate converge con el Sur. En Francia, el confinamiento primaveral desactivó luchas sociales y paró las acciones colectivas contra la reforma neoliberal de las pensiones. Para el sindicato de docentes SUD Éducation, “las desigualdades han aumentado enormemente desde el 16 de marzo: lo primordial es consolidar el aprendizaje y la adquisición en previsión del próximo año escolar, y permitir que los estudiantes se reconecten con la escuela […]. No es hora para hacer evaluación sino remediación escolar y acompañamiento social. […] Es inaceptable pedir un balance del trabajo realizado de forma remota. El sindicato SUD aconseja a los maestros que se limiten a sus obligaciones reglamentarias al dar consejos para el próximo año, sin mencionar el balance del trabajo a distancia”.
En el contexto latinoamericano resuenan los debates sindicales europeos heredados de la escuela emancipada de Célestin Freinet. La desactivación del combate sindical en muchos niveles y sectores favorece la irresponsabilidad docente de calificar, discriminar y reprobar a niñas, niños y jóvenes de las clases populares. En el continente de Paulo Freire, aquel que pone baja calificación, o la mínima para no perder la beca, se reprueba a sí mismo como educador al cometer un acto punitivo e injusto. En escuelas públicas y privadas mexicanas -e incluso en las universidades donde se pretende enseñar pedagogía y sociología- prevalece la insensibilidad o el miedo de seguir los lineamientos sindicales que emergen en todo el mundo: disociar la calificación del sentido de la evaluación formativa, sin emitir una cifra en el mejor de los casos, o poner la misma nota a todo el alumnado, de preferencia la máxima.
Desde hace varios meses en México, socio-antropólogos de la educación subrayan, como Sebastián Plá, investigador del IISUE-UNAM, que “la escuela debe cambiar la estrategia: llevar a la casa su función solidaria y democrática y dejar a un lado lo institucional y autoritario”. Propone “eliminar todo vestigio de calificación” en la columna de opinión titulada “La escuela en tiempo de pandemia” (La Jornada, 10-04-2020): las y los estudiantes han de aprobar el año, ya que “el seguimiento del plan de estudio puede esperar un poco”. Llama a las autoridades a dejar de vigilar a las y los docentes y otorgarles “la libertad y la confianza que merecen, para que sean ellos quienes asuman su responsabilidad solidaria y democrática”, y en medida de lo posible, apoyarse en la solidaridad comunitaria. Por su parte, Roberto González Villareal, investigador de la Universidad Pedagógica Nacional califica como “simplemente absurda” la posibilidad de un regreso a clases en entrevista a La Jornada (13 de mayo 2020): “el ciclo escolar debe terminar y acreditar a todos los alumnos. No es momento para preocuparse por los aprendizajes esperados. Resulta absurdo querer evaluar a los estudiantes como si estuvieran en condiciones normales, cuando lo que se enfrenta es inédito. […] Necesitamos un nuevo regreso, pero no a la escuela neoliberal”.No faltan las insurrecciones, las insumisiones y las subversiones que prefiguran las luchas educativas que transformarán esta tercera década del siglo XXI. El magisterio oaxaqueño propone comunalizar la educación: Jaime Martínez Luna nos recuerda, desde Oaxaca, que la cuarentena enseñó “que puede haber otro tipo de Educación, que da mayor oportunidad para que nos sometan a la distancia y aún más que antes, pero también se descubre que el conocimiento nunca ha estado enclaustrado y que hay que salir del salón para construirlo” (post de Facebook, 31-05-2020). El estado de excepción y de urgencia ambiental, sanitaria y educativa sigue desestabilizando los baluartes de la autoridad moral de quienes exigen obediencia a cambio de un chantaje de favores. El profe tan presumido, quien se la cree, requiere a menudo humillar a su alumno para convencerse que tiene suficiente autoridad para dominar o controlar al grupo de aprendices. Pero en realidad, este autoritarismo solo demuestra la falta de confianza en sí, su carencia de atención, escucha, diálogo, respeto y empatía ante quienes pretende educar. Más allá de la inseguridad de los sueldos profesorales, se vale cuestionar los factores violentos que provocan tanta deserción o abandono de las y los alumnos desde la educación básica.
Quizá se radicaliza en la cultura escolar dominante una tendencia disciplinaria marcada por el carácter ideológico de una nota aprobatoria o una desaprobatoria. Demasiadas instituciones educativas parecen más cárceles que escuelas, donde el maestro-censor juegue el papel de matón de un ejército de ocupación de un territorio colonizado. En relación a la evaluación académica, según el profesor Howard Becker al referirse a la persecución en 2011 de la socióloga turca Pinar Selek encarcelada y torturada por sus trabajos críticos sobre la niñez de la calle, los transexuales, el servicio militar o el Kurdistán (Rojava), “invocar una falta de rigor permite aquí enmascarar la censura detrás de la aplicación de criterios científicos”. El sociólogo estadunidense aclara que en realidad se le castiga por haber demostrado algo que las personas y las instituciones que detentan el poder en el sector educativo no quieren escuchar ni ver hecho público. “Quand les chercheurs n’osent plus chercher”, Howard S. Becker (Le Monde Diplomatique, 07-03-2011)
¿Acaso una (des)calificación meritocrática es una necedad legítima? Cientos de escuelas zapatistas tuvieron a bien de prescindir una costumbre punitiva, contraria a la justicia social y curricular. El finado Sup Marcos comentaba hace 17 años en Chiapas: La Treceava Estela que se le mostraron los certificados y los reconocimientos impresos de las y los compas que egresaban en Oventik de la primera generación de la Secundaria Rebelde Autónoma Zapatista. “Mi modesta opinión es que deberían hacerlos de chicle, […] en caso de persecución, el alumno no sólo no podrá exhibirlo sino tendrá que comérselo, por eso mejor de Chicle. […] Sólo hay dos evaluaciones: «A» («área aprobada») y «ANA» («área no aprobada»). Yo sé que las «Anas» que en el mundo hay se van a ofender, pero yo nada puedo hacer porque, como digo, los autónomos son autónomos”.
En la transmisión intergeneracional de saberes y valores, ser autónomoas implicaría responsabilizarse de la socialización de la niñez en otras educaciones lo menos humillantes y violentas posible. Las lecciones de los territorios que conforman hoy 43 Centros de Resistencia Autónoma y Rebeldía Zapatista no solo maravillan al mundo por los colectivos de producción autogestiva de alimentos orgánicos y de servicios comunitarios, como su sistema autónomo de salud, enfrentando hoy con brigadas de promotoroas la guerra sanitaria de la pandemia (“Así se cuidan de covid-19 en territorio zapatista”, Pie de Página, 04-07-2020), sino también por recordar al planeta Tierra que no hay méritos al instrumentar las notas como premios y castigos. Las sanciones numéricas unilaterales se vuelven hechos políticos al contradecir la búsqueda de la libertad y la justicia, sobre todo en proyectos alternativos de enseñanza y aprendizaje que -inclusive en las retóricas oficiales- pretenden alguna forma de descolonización o de emancipación de la sociedad y la cultura. El escándalo reside en la violación sistemática de los derechos de la niñez y la juventud a la educación, ante una injusticia común y corriente que distribuye golpazos a distancia.
Deseo un descanso estival bien merecido a las y los estudiantes y profesores y sus familias que tanto lo merecen; valga la redundancia cuando la ilusión de la meritocracia mide y valora textos escolásticos que usualmente son rituales de aprendizaje. Son todo un reto pedagógico, más aún en esta época histórica que invita a repensar nuestra relación con el trabajo y la vida. Recién me escribía por correo Tsaani V., maestrante de Oaxaca, que así como la pandemia nos pone muchas puertas, “nuestra responsabilidad es empezar a abrirlas”; puede servir de oportunidad para empujar y revalorar más procesos, es “una necesidad absoluta, partiendo de la evidencia de que el sistema capitalista y neoliberal no es sostenible (que ya lo sabíamos pero ahora puede ser más evidente y ejemplificarlo más fácilmente)”. Usar estratégicamente nuevas narrativas para entender esta experiencia desde las ciencias y artes, en especial las ciencias sociales y la educación comunitaria, representa un motivo legítimo para revisar los juicios, erradicar prácticas aberrantes y compartir acciones más amorosas, más comunalitarias. Es inspirador mirar escuelas, docentes y comunidades del Sur y del globo que provocan alternativas autónomas menos violentas y más corazonadas. Caducó el currículo nacional ante los temblores de la Tierra y los temores de pánico de los opresores. La resignación frente al despojo, la heteronomía y la alienación consigue una (des)calificación castigadora pero bien merecida.

24 julio de 2020